Anaé y el cuarto de los espejos rotos


Ella se oculta en su cuarto temerosa del rechazo de los demás por sus cicatrices, mira desde su ventana cada día como pasan las personas “normales”; las ve reír, hablar cotidianamente y esto realza sus complejos, su fealdad. Pasa los días leyendo poesía y escuchando las notas suaves y elevadas de Beethoven, Bach y otros interpretes que regocijan su alma y la abstraen de su realidad.

Un día se encontraba sentada frente a su ventana interpretando en su violín la Sonata en G menor de Paganini con la mirada perdida cuando se dio cuenta que un muchacho que pasaba se había detenido y la observaba taciturno, casi contemplándola como una deidad solemne; sus miradas se encontraron por un segundo pero ella con la vergüenza propia de sus temores corrió la cortina rápidamente y echo a llorar.

Paso una semana completa en la que ella daba cuenta del interés que había generado en aquel joven pero lo limitaba a su buena interpretación del violín. Ahora ella dejaba la ventana abierta y no se acercaba a esta más que por unos segundos a corroborar la presencia de él cada mañana. Eran las 10:00 Am y Anaé sentada al lado de su ventana leía, cuando observo un objeto intruso en su cuarto que había sido lanzado fuertemente desde la calle, asomo su cabeza un poco y vio a aquel muchacho delgado de apariencia enferma que venia visitándola desde hace ya varios días. Se puso de pie recogió el objeto y se dio cuenta que era una bola compacta de papel arrugada, la desarrugo y leyó el mensaje acelerándose su ritmo cardiaco y sollozando:

“He oído tu historia, eres esa bella niña a la que su madrastra desfiguro el rostro por envidia y a la cual ahora no permite visitas ni amistades, eres la mujer a la cual le ha tocado el peor castigo en sus condiciones, un cuarto con paredes y techo forradas de espejo. Has de saber que me interesas y quiero compartir contigo la eternidad, quiero consumirte en un halo gélido de pasión y amor desenfrenado. Quiero que no sufras mas y vengas a mi hogar, nuestro hogar: mas allá de este mundo donde la fealdad se pudre contaminando lo esencial, donde se alimentan los gusanos hambrientos de tu sentimiento de inferioridad, quiero que germine tu belleza. ¡Ya no sufras más! Ven a mi lado, tú sabes quien soy”

Anaé, cae al suelo entre lagrimas y estertores de felicidad, hace mucho que esperaba la visita de este ser tan añorado. Se sentó en el suelo entrecruzando las piernas, cerró los ojos y sujeto su violín con la mano izquierda, en la derecha tomo el arco y empezó a tocar. Cada nota, cada paso del arco sobre las cuerdas la estremecían, la sumergían en el mundo excelso que solo conocen los que se han topado con el dolor de una vida pérfida y el gozo de un instante de suma belleza. Cuando finalizo, abrió lentamente los ojos y se observo en sus espejos, hoy los sentía mas suyos que nunca, aquellos que la habían marchitado lentamente durante tantos años hoy la liberarían. Observo su negro cabello liso y como este enmarcaba su rostro convirtiéndola casi en una obra de arte abstracta y oscura. De repente, levanto el violín que sujetaba y lo lanzo contra estos generando un gran estruendo, ahora la pared estaba al desnudo mas no presentaba algo extraordinario. Algunos fragmentos del espejo la habían alcanzado pero esto no le preocupaba, ya bastantes cicatrices presentaba, una mas no seria problema, sin contar que ya no se vería más. Aun estando sentada y serena, con finos hilos de sangre que le escurrían por el rostro pálido y amorfo, estiro su delgado y delicado brazo y empuño un pedazo del vidrio destruido haciendo sangrar su mano, lo dirigió a su esbelto cuello blanco y con suave firmeza y precisión lo enterró y se recostó a esperar a su amado.

Estaba allí, posada en el suelo con los ojos abiertos observándose en el espejo superior, el del techo, viendo como su sangre la adornaba, veiase hermosa. A los pocos segundos empezó a sentir la debilidad que invadía su cuerpo y su mirada fija en su reflejo empezaba a nublarse, se preguntaba si tardaría su amado cuando de pronto escucho un leve llamado que provenía de la calle e ingresaba por la ventana. Miro hacia allí pero no veía nada a pesar de seguirlo escuchando; pronunciaban secretamente su nombre <>. Tras un segundo de quietud ella lo vio, era él, su amado: Aquel figura delgada y famélica que se elevaba y entraba por su ventana extendiéndole la mano con una siniestra sonrisa en el rostro. Ella lo vio, sonrió dejando ver su dentadura perfecta y blanquecina protegida por sus ya pálidos labios, sujeto su mano con la firmeza que sus fuerzas le permitían y al terminar de escuchar sus palabras su mirada se nublo totalmente:

Anaé, amada mía, he venido por ti, yo soy la muerte”

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