Compañera
A veces siento que la muerte es tan cercana, que ya no me genera malestar el asumir su presencia, el concepto de su ser entendido de una manera objetiva como parte de la vida y contenido del viaje espiritual del que hace parte la entidad que se posa en cada uno de los cuerpos humanos ha permitido que su presencia no me genere intranquilidad. La primera vez que tuve el privilegio de ser visitado por esta fue por un impulso frenético de mi estupidez en forma un frio cañón metálico que estimulaba las fibras sensibles de mis dientes invadiendo mi rostro un escalofrió temeroso que me hacía sudar, caí temblando pavoroso, con el arma a un lado, empapando la alfombra con mis lágrimas en el fracaso vergonzoso de mi cobardía. Allí, tirado y asquerosamente vulnerable fue donde aquella suave mano acaricio mi rostro y me cobijó con su ajada túnica de seda negra ya raída por los milenios de su historia y desde entonces, desde muy joven, ella me acompaña; cierra mis ojos cuando me poso sobre mi cama y los abre con delicadeza al amanecer, sigue cada uno de mis pasos y guía mi camino. Me susurra respuestas al oído generando en mí un placer incomprensible para mis contemporáneos, me aconseja, jugamos tríos al amar, al odiar, al herir, al sanar. Me explica que muertes hay miles y cada una de ella tiene su rol definido para este mundo material.
Cada mañana, cuando el hálito frívolo que escapa de su mandíbula se hace perceptible a mi olfato y sus afiladas uñas separan mis parpados, mi corazón pletórico de alegría ruge y ella se yergue esperando que cumpla mi rutina. Mi sombra, mi destino, mi vida ¡Mi amor! Toma mi mano para formar mis letras, contornea mi lengua, moviliza mis miembros, guía mis lecturas y me marca un sendero oscuro y seguro pidiendo solo a cambio un poco de sangre y razonable lealtad. De las fuentes pútridas de mis ojos purificó mis lágrimas convirtiéndolas en pureza y fuerza lívida en la que he logrado ser lo que he querido; de mi mente virgen cultivo la más docta y enferma conducta manteniéndome ardiendo en su silencio con la boca abierta y la lengua seca, ardiendo con la piel áspera y las uñas curtidas de pólvora y sangre, ardiendo en el excelso y fervoroso placer que me es brindado, ardiendo en el sentido pleno de su compañía, en la espera sin premura de su mandato final, invocando a Dios mediante sus susurros ensordecedores.
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