Carolina
Ella existía con su
mirada triste, su cabello liso y su paso fúnebre que me seducía distante. Quizá
por el aspecto de su rostro me gustaba, siempre he tenido esa tendencia, o más
bien, ese gusto por la melancolía y que más melancólico que su rostro que se enmascaraba
con sonrisas mientras se acumulaban sus lágrimas
del día para que evacuasen en su cuarto cómplice y refugio de sus penas. Aún así, ella desconocía totalmente la pasión y los sentimientos que desataba en mi
interior, me limitaba al deleite diario de verla pasar por mi lado, de sentir
su aroma sin que ella tan siquiera imaginara que un hombre corriente se
extasiara con tan solo divisarla. La buscaba a diario y si no llegaba a verla
me invadía una desesperación abismal que me hundía en una profunda depresión e
imaginaciones de su estado, me preguntaba si algo le hubiere sucedido, si se
hallaría con alguien ¡con alguien que osaba enrostrarme que no podía
contemplarla, que no podía respirarla, que no era mía! y entre estas
meditaciones estériles y autodestructivas llegaba el sueño profundo en el que
deseaba apareciera hasta que en la
oscuridad nocturna de media noche me despertaba como siempre, me levantaba desahuciado;
recorría mi cuarto con la mirada adormecida y me ponía a pensar en ella, como
siempre. Pero este día me había levantado decidido a no prolongar el dolor de
que no fuera mi compañera, mi amiga, mi mujer, mi todo. Estaba decidido a
buscarle y confesarle mi amor.
Sentía un escalofrió
que recorría todo mi cuerpo, mis piernas y mis manos temblaban como un chicuelo
antes de decidirse a hacer la pilatuna más inocente pero que para él requería
la mas grande valentía, caminé en círculos por más de una hora escogiendo cada
palabra; eliminando una, usando un sinónimo de esta, un antónimo de aquella, asegurándome
en los tiempos de cada pausa, de cada mirada, no quería que por un error de expresión
oral enviara un mensaje equivocado y asi perder la única oportunidad que tendría,
claro, porque sabía que sería la única vez que me atrevería a tal tarea. Después
de largas cavilaciones pude configurar un pequeño párrafo el cual memoricé y
puse en práctica repetidas veces:
Carolina:
Cuenta la antigua historia griega que al pueblo
de Mileto llegó un día una pareja de
campesinos harapientos a los cuales se les negó la entrada, no tenían nada
que comer y el esposo, un hombre de edad avanzada suplico se les dejara entrar
en busca de alimento y quizá un refugio donde su esposa pudiera parir, pero los
soldados eran implacables y accedieron solo a dejar entrar al viejo maloliente,
este caminaba las calles cabizbajo, cansado, con mirada lastimera solicitando
auxilio a los pobladores mientras su esposa gestante le esperaba hambrienta en
la entrada del pueblo. Pasaron las horas y nadie lo quiso auxiliar, el viejo
deprimido y con sentimiento de fracaso cayó echado sobre una calle húmeda y se echó
a llorar; la gente que pasaba a su lado lo miraba con asco y entredientes lanzaba
maldiciones siguiendo su camino sin imaginarse su necesidad. Él, con sus últimos
alientos y entre sollozos solo repetía casi desvanecido “mi esposa…mi hijo” cuando a su lado, una
figura infantil apareció rodeando su cuello con sus minúsculos brazos, era un
pequeño niño que le sonreía mientras limpiaba sus lágrimas ya entremezcladas
con el barro del suelo. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa: Una mujer embarazada
muerta en la entrada del pueblo y un vagabundo tieso con rictus de placidez, los
vecinos hablaban de haber visto a la angelical figura infantill, otros lo negaban,
pero como fuere desde ese día las puertas de Mileto se abrieron para todos los
forasteros que llegaban en busca de auxilio. Carolina, cada vez que recuerdo
esta historia en la soledad de mi cuarto reflexiono sobre la ambivalencia de la calidad humana y de los sentimientos enigmáticos que comprenden su
comportamiento, incluso he llegado a imbuirme en un estado de misantropía absoluto
en el que hasta el mas leve gesto de otro igual me excitaba a tal manera que solo
pensaba en matarlo, pero esto cambió cuando apareciste tú, pero no vayas a creer
que me pasa, al mejor estilo de Sófocles, un karma de ver en ti agraciado lo
que odio en los demás; no, apareces en mi consciencia como luz diáfana infinita
que brinda sus dones al pasar, que cautiva con una sonrisa, que me eleva con la
más simple palabra. Es por esto que hoy me decido a declararte y proponerte muy
seriamente, como muy seriamente me tomo y deben tomarse aquellas cosas que tratan
de las relaciones interpersonales de los hombres, que te amo y que mi vida
carece de valor si no es a tu lado, te quiero en mi vida ¿Qué dices?”
Memoricé cada palabra
tal cual y lo ensaye varias veces, me sudaban las manos y mi voz temblaba
repitiendo una oración, o en ocasiones titubeaba en una pausa así que volvía a
empezar, estaba a punto de volverme loco y gritaba su nombre en mi cuarto maldiciéndola
por hacerme pasar estas terribles preocupaciones, la maldije por existir y pensé
en destruirla antes de llevar a cabo mi declaración, hasta que por fin después de
muchos intentos lo declame de manera aceptable y me decidí a buscarla. Allí
estaba ella, tan hermosa, tan serena, eso me hacía dudar un poco, el pensar que
ella estaba tan en calma y yo tan alterado, pero ya no podía declinar, sabía
que si no lo hacia ese día no sería nunca, me acerque a ella y con voz firme
solicite su atención a lo que ella accedió sin mostrar sentimiento alguno o algún indicio que hiciera aumentar mi
confianza, respire profundamente; nunca la había tenido de esa manera cercana
tanto tiempo como hasta ese dia y mi corazón latía no más rápido que lo que fluían
divagaciones de nuestro próximo futuro juntos, pareciese que mis sentidos se agudizaban;
podía sentir en extremo su aroma y sucumbía embelesado, cada halo que huía en
su respiración era un soplo de vida que absorbía con deleite mientras observaba
como unos finos cabellos nacían en su cuello casi a la altura de sus hombros haciéndola
más hermosa aún. Era el momento de hablar. Con naturalidad empecé mi discurso
mientras ella me escuchaba atenta. Inquietud tenebrosa la que me invadió al ver
como su rostro iba adquiriendo un aire de preocupación y de sorpresa con cada
palabra que yo pronunciaba hasta que al fin termine y ella pronuncio aquella
palabra y se fue: No.
¡Ah maldita mi suerte!
Malditos sean todos por haberme hecho sufrir este dolor inmenso, por haberme
destrozado el corazón ¡Maldita seas tu Carolina! ¡Cuán pequeños son los límites
entre el amor y el odio! Ahora ella me mira y me sonríe descaradamente y mi
sangre hierve mientras mi mirada de fuego la quema en mis mil infiernos
mentales ¡No puedo verla y no imaginar sus vísceras aun calientes bañando mi
cuerpo, sujetando su corazón y cortándolo en mil pedazos para echarlo a los
gallinazos! ¡Maldita! ¡Mil veces maldita! Me sumerjo en mi tristeza, en un aire
denso que el humo penetra mientras pienso en ella, mientras sigo amándola pero ahora
odiándola un poco más, mientras escribo
para desahogarme y, mientras planeo mi próximo encuentro con Carolina.
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